DOS PALABRAS
Toda novela es historia, aun la
llamada psicológica, pues esta forma de novela, aunque con mucho de subjetiva,
vive también de realidades. EI Rojo y el Negro es historia, y no sólo porque
en ella se describa la batalla de Waterloo. Inclusive la obra de Marcel Proust,
A la búsqueda del tiempo perdido, que es lo más subjetivo escrito hasta hoy, lo
más psicológico —pues es puro análisis— puede ser considerada también como
histórica. No sólo refleja y narra formas de vida de la sociedad francesa de
los últimos años del pasado siglo y primeros del presente, sino que la mayoría
de los personajes ha existido. Investigadores franceses le han puesto un nombre
a cada una de las figuras proustianas. Una de ellas, el barón Charlus, es, como
nadie lo ignora, el conde y escritor Roberto de Montesquiou Fezensac, retratado
años antes por Huysmans en A Rebours
—cuyo título podría traducirse Al Revés—
y por Paul Morand, posteriormente, en 1900.
En nuestra literatura son ya
historia La Gran Aldea, La Bolsa y las Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira. Hasta novelas de
escritores que viven se han convertido en fragmentos de historia. El Mal Metafisico, que cuenta la vida en
Buenos Aires de los escritores y periodistas, de los “bohemios”, durante la
década 1900-1910, ¿no es ya historia? La
sombra del convento, que retrata la Córdoba de principios de este siglo,
¿no es historia? Y podría decirse lo mismo de Don Segundo Sombra, de La
casa de los cuervos y hasta de Adriana
Zumarán. Toda novela fiel a la realidad se vuelve histórica cuando esa
realidad ha pasado.
Claro es que la novela no suele
ser la historia de los gobiernos, de las guerras y de los sucesos públicos. Es
la historia del pueblo, la historia exterior e interior del hombre, la de sus
costumbres, la de sus pasiones. La novela realista, sobre todo, es la historia
de lo cotidiano.
No pierde jerarquía, pues, una
novela, como obra de creación, por el hecho de que en ella se narren sucesos públicos,
ocurridos contemporáneamente. Pero, eso sí, los sucesos públicos no han de
ocupar mayor espacio que los novelescos y han de estar relacionados con la vida
y el espíritu de algunos de los personajes del libro.
Los críticos argentinos suelen
desdeñar las novelas históricas y las novelas de ambiente histórico. ¿Por qué?
Me imagino que será porque suponen que en las novelas todo ha de ser creación.
Pero los que escribimos novelas, y lo mismo quienes leen novelas, sabemos que
en todas hay mucho tomado de la realidad y no creado por el autor. Lo que verdaderamente
inventamos es poco, muy poco. Flaubert fue considerado durante años como el
novelista que todo lo había creado; pero ahora sabemos que los personajes de Madame Bovary existieron, inclusive la
protagonista, en la que, por otra parte, el autor puso mucho de sí mismo.
En Tránsito Guzmán refiero sucesos público, y con toda la verdad
posible. Me he documentado en diarios y revistas y en relatos que me hicieron,
a mi pedido, muchos testigos de los sucesos. Pero aunque el contenido histórico
sea grande, Tránsito Guzmán no deja
de ser una novela como las demás.
Conviene saber que el hecho
principal del libro, relatado en uno de los capítulos finales, ha ocurrido tal
como lo cuento. Pero la joven empleada, protagonista del suceso real, no es,
naturalmente, mi personaje ni se le parece en nada. Ella misma, la valerosa y
modesta terciaria franciscana — una heroína, o poco menos, del amor a Cristo—,
me refirió el hecho en que fue actora.
Las restantes figuras de este
libro no puedo decir que existan, pero el lector verá que corresponden a modos
distintos de ver y de sentir ciertos aspectos de los acontecimientos políticos
que se desarrollaron durante todo el año de 1955.
Quiero defenderme del cargo de
unilateralidad que algunas personas me han de hacer. Tengo la certeza de que
nadie, en todo el país, ha aprobado la barbarie que fue el incendio de los
templos el 16 de junio de 1955, como creo también que ninguna persona culta
aplaudió el incendio del Jockey Club, en que se perdieron cuadros de Goya, de
Anglada Camarasa, de Sorolla, de Monet, de Fader y de otros grandes artistas.
Estar de acuerdo con todo el mundo, y contar con que la Historia condenará,
seguramente, la inútil barbarie de haber mandado quemar los templos, no es
haber realizado obra unilateral.
Quiero agregar algo que acaso
tenga para mí un valor sentimental.
El asunto de esta novela gira
alrededor de San Francisco. Pues bien: siendo un niño de diez años frecuenté,
durante unos meses, la escuela franciscana, en la que era alumno de primer año
de Latín. Sólo yo, entre los chicuelos, no llevaba el hábito. Años después, al
retornar a la fe católica, tomé contacto con el espíritu del Santo de la
Umbría. Leí tres obras sobre su vida maravillosa, leí sus Florecillas. No mucho
más tarde, me enteré de quién había sido fray Mamerto Esquiú, el más ilustre de
los franciscanos argentinos, y en 1931 escribí su vida. Y también he estado en
Asís y he publicado unas páginas sobre
la patria del Poverello. Acaso todo esto explique la emoción con que he escrito
esta novela y mi dolor al ver destruidos los tesoros de tradición que
encerraba, la Basílica, al ser atacada el 16 de junio de 1955.
M.G.
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